sábado, 27 de febrero de 2010

En la cresta de la ola: Laura Huarcayo regresa

Algunos las prefieren rubias, es verdad. A la mayoría, me parece, nos importa poco el color del pelo. Los románticos hablarán de la belleza de los ojos, de la sonrisa tallada por el propio Miguel Ángel. Los lujuriosos dirán que no hay nada como unas tetas grandes y un buen culo. Cuestión de gustos, apetitos y circunstancias. Laura Huarcayo, sin embargo, ocupa esa tierra de nadie en donde no es posible definir la razón de su éxito. Sin ser bella, es aceptablemente simpática. Sin ser voluptuosa, es razonablemente atractiva. Su simpatía no encandila multitudes. Su gracia parece ser estrictamente de este mundo.

El lugar de Laura Huarcayo en la televisión peruana es el que dejara vacante otra rubia años atrás: Gisela. No han sido pocas las que han intentado ocuparlo antes que ella. Pero sólo Laura –reconozcámoslo– ha dado pasos importantes para lograrlo. Su táctica consiste en haber practicado como nadie una cautelosa asepsia. La razón de su hipnotismo –que no de su carisma– es que no nos importa. Podemos verla dos horas seguidas sin interesarnos por ella. El letargo que nos transmite esta mujer es asombrosamente arrollador. Su mayor virtud es no tener ninguna en abundancia. Su defecto: ser sólo un fantasma de celofán, un desabrido juguete intercambiable.

Su programa se nutre de las mismas aptitudes de su protagonista. Un payaso –Carlos Vílchez– hace las veces de trompeta y de comparsa. Intenta darle al programa eso que Laurita no podría ofrecer por cuenta propia: risa a mandíbula batiente, eructos sonoros, y pedos –claro está– muchos pedos. Pero este tipo hace rato que no renueva su repertorio de chascarrillos. Su personaje es incapaz de decir dos líneas diferentes a las del día anterior. Se hace preciso, entonces, buscar nuevos trompetistas, jóvenes talentos que ayuden a sacar el desfile adelante. Los nuevos payasos, Joselito Carrera y Rodrigo Gonzáles (alias Peluchín), aspiran a llenar con sus originales performances el vacío que dejara Laura con su insipidez.

Así empieza el baile. La parodia detrás de la parodia es que ninguno de estos personajes logra convencer al público del todo. Hipersensibles al bostezo, cada quien se esfuerza por ocupar el lugar vacío que dejó el otro. Entre los cuatro –pero no olvidemos a los invitados y los mil malabares del circo puesto en marcha– conforman una solidaria caravana donde la tuerta es reina. Sí, Lima Limón nos confirma, después de todo, que es mejor no ser mucho de nada, que el justo medio es quedarse en el mismo sitio donde estamos parados, esperando la muerte por abulia.

Alguien recordará que Laura representa a la mujer peruana, a la mujer exitosa que, con valentía, sabe sobreponerse a las adversidades para conquistar un espacio propio en el competitivo mundo de nuestros días. Y es cierto, al menos en parte. Laura representa a la mujer de hoy, a la que es capaz de enfrentar la vida con la piel lozana y la sonrisa impoluta a pesar de las golpizas del tiempo y los correazos de su marido.

C. Q.

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