Entre los años 2004 y 2007, salvo por Roland Garrós, el mundo del tenis conoció una de sus épocas más parejas. Existía una guerra sin cuartel entre un amplio abanico de jugadores, por alcanzar la gloria de jugar la final de cualquier torneo contra Roger Federer y estrecharle la mano luego de que te despachara en un par de sets (o en tres, tratándose de un Grand Slam) sin haber empezado a sudar siquiera.
Pero, contrariamente a lo que suele suceder cuando un jugador o un equipo mantiene el monopolio de las victorias en cualquier deporte (como al Madrid de comienzos de siglo, al Schumi de Ferrari o al insoportable hermafrodita de Cristiano Ronaldo) a Federer no se le odiaba por su dictadura de éxitos. Es más, la mayoría celebrabamos cada nueva victoria del suizo como la primera. Incluso sus rivales solían caer rendidos a sus encantos y nunca se oyó más que elogios para Roger, a tal punto que hasta el Períodico de a China le dedicó un post absolutamente falto de seriedad, que más parecía un vulgar publireportaje.
Sin embargo, como sabemos, la naturaleza tiende siempre hacia el equilibrio (Ya sabemos, el yin y el yan y demás dualidades metafísicas que solemos utilizar cuando no tenemos ganas de pensar en términos científicos) y a cada especie le corresponde un depredador. En este caso, de la sabiduría de la naturaleza surgió Nadal: Un tenista que representaba el esfuerzo absoluto, la hipermusculación, el pundonor y la defensa implacable, que se convirtieron en la armas para vencer a la elegancia de bailarina, el cuerpo de oficinista, la parsimonia de reloj suizo y el ataque vistoso, como cuadro de Paul Klee, que nos regalaba en cada jugada Federer.
Naturalmente, ese estilo de juego lo convirtió en alguien insufrible; más o menos lo que sucede a los fanáticos del fútbol al comparar el talento sobrenatural de Messi y el Ronaldo de Cristiano (utilizando, por supuesto, Ronaldo, como sinónimo de basofia miserable e infecta) o a los del cine, cuando comparan la cadencia sutil de Tarkovski con el efectismo palomitero de Spielberg. Es así que se creó un clásico a la altura de un Brasil-Argentina, Napoleón- Wellington, Boca-River, Marx-Smith, Beatles-Stones o coca-anfetas. Durante un tiempo el Nadal-Federer fue más apasionante que el sexo mismo y varios que conozco, cuyos nombres prefiero mantener en reserva, hubieran vendido gustosos a sus novias o hijos para que los dejaran ver, tranquilos, una final de Wimbledon entre ambos.