viernes, 28 de marzo de 2014

Llamadas Telefónicas: De qué hablamos cuando hablamos de Bolaño


Es algo aceptado, casi universalmente, que el chileno Roberto Bolaño es el último gran escritor latinoamericano del siglo XX. Y como tal, poseía todas las virtudes y defectos que se esperan de El Escritor (con mayúsculas, que no estamos hablando de un Jaime Bayly cualquiera) como ser tremendamente culto en temas creativos (literatura, música, algo de pintura) y un completo desconocedor, o al menos bastante despectivo, con aquellas actividades como la ciencia o la tecnología, tan propias de peones ignorantes que no pueden ni siquiera escribir un par de versos endecasílabos con sinalefas. O, ser escritor por convicción, pero periodista por necesidad. Claro que con un profundo y manifiesto desprecio hacia la profesión que le ponía los porotos en la mesa y hacia la falta de buen gusto característico de todos aquellos que constituían su entorno y que no eran capaces de alcanzar el orgasmo al encontrar una frase que mantiene intacta la fuerza expresiva del original, en la tercera edición traducida al español de "Le Temps Retrouvé". Finalmente, también es notoria su falta de humor, el tomarse demasiado en serio las mayores nimiedades de la vida (Es que, hasta lo más ínfimo es literatura y el arte es lo más serio del universo, nos recordarán nuestros amigos escritores). Sin olvidar esa tendencia a narrar, por lo general, anécdotas propias (Contadas por un alter ego al que no se molesta en encontrarle un nombre vagamente ingenioso, como los Varguitas o Zavalitas del primer Vargas Llosa) como si la vida de un escritor fuera algo interesante. 

Las novelas de un Escritor (Con mayúsculas) suelen ser, por tanto, repetitivas, carecer del menor asomo de ficción y tener una abundancia churrigueresca de adjetivos. Sobre esto último, la culpable suele ser la poesía, ese arte sobrevalorado en el que se forman la mayor parte de novelistas latinoamericanos (Culpa, por su parte, de nuestro idioma, tan propenso al adjetivo calificativo y tan poco dado a los verbos). Bolaño no es una excepción, pero su riqueza técnica inaudita (Comparable, incluso, a la de Borges) le permite transitar con fluidez por los senderos pedregosos del texto largo, sin hacerlo aburrido en ningún momento y, lentamente, casi sin darte cuenta, te sumerge en el submundo de literato pretencioso, venido a menos y devenido a periodista, y tu aceptas enardecido esa inmersión como si te estuvieras zambullendo en las profundidades gloriosas de la Brigitte Bardot de sus mejores tiempos. Sus novelas, como Los Detectives Salvajes, te atrapan en su telaraña de virtuosismo y sientes, indudablemente, que has tenido un encuentro con uno de los capítulos más importantes de futuras enciclopedias literarias del siglo XX. Aunque luego, claro, se te confunda la historia en la mente con las de un Diego Trelles cualquiera. Lo importante no es lo que te contó, sino como lo hizo (Como en el viejo debate en el que no gana la herramienta sino quien mejor la utiliza).

Sin embargo, a Bolaño, eximio maratonista de las letras, no le va tan bien en carreras cortas, pues unas cuantas páginas no le brindan la posibilidad de desplegar todo su arsenal lingüístico. Si bien suele capear el temporal, la mayoría de veces, y nos entrega historias entretenidas, pero prescindibles. En Llamadas Telefónicas, en cambio, es donde peor le va. Todas las historias del libro son del tipo: "Me encontré con José en la calle 27, en el tiempo en que leía un poema manuscrito de un olvidado mujik ruso que jamás pensó en alcanzar la inmortalidad con sus versos, y de pronto, me confesó que aún le gustaba la mayonesa con ajo. No lo volví a ver nunca más, pero pensé en el sabor de los cebollines los siguientes siete crepúsculos".

En particular, Sensini, considerado por gran parte de la crítica (Escritores (Con mayúsculas), al fin y al cabo) como su mejor cuento, me parece una estafa. ¡El Escritor (Con mayúsculas), en todo su esplendor! Porque por mucha metahistoria, cuento dentro del cuento, alegoría a la labor del escritor impenitente, la historia se resume en: "Conocí escritor por carta. Ambos nos presentamos a concursos. Me recomendó que siguiera. Yo soy mejor que eso. El siguió. Volvió a su país y murió. Su hija me lo contó" y eso sólo califica para aburrida historia de bar cuando hay que matar un silencio. Los demás cuentos son mejores, porque ya no los recuerdo. 

martes, 25 de marzo de 2014

Need For Speed: Meteoro para Dummies

 La adaptación de un juego de vídeo a la gran pantalla suele ser decepcionante. Ya sabemos que lo importante es vender los productos de marketing asociado y rodar las suficientes escenas de acción para que entren con calzador en el trailer y puedan engatusar vulnerables cerebros pre adolescentes, para exigir a sus padres su visionado. 

Ya sabemos que como hay que gastar el dinero en figuras de acción listas para ser comercializadas antes del estreno; en crítica vendida que descubra y exalte las virtudes de la película al mundo y en un horario cercano al prime time, si es posible; y, en el puñado de escenas de acción gratuitas; ya no queda mucho para gastar en un guión, no ya decente, sino que, al menos no cause una profunda vergüenza ajena en un chimpancé con secuelas de un nacimiento con hipoxia cerebral. Porque, finalmente ¿A quién le importa? Al cine se va para comer pop corn, acompañar a los niños o a manosear a la novia. Si quieres ver algo digno en la pantalla, lo harás en tu casa; pues, el cine es la verdadera caja boba...en Imax 3D, claro.

Ya sabíamos todo eso y, sin embargo, existía (vanamente, como cuando de tanta comedia romántica que has visto, esperas que un día tu eterno amor platónico te va a amar por tu interior, antes de que te conviertas en un sex simbol, claro; y. todos los demás puedan ver, por fin, el talento inmenso que posees) una cierta esperanza de que el filme no fuera tan desastradamente malo. ¿Acaso no era nuestro loser atormentado favorito, Jesse Pinkman, el protagonista?  

Pero la menor sombra de optimismo desaparece antes de que se cumplan cinco minutos de visionado. Aaron Paul demuestra con creces que está destinado a convertirse en un "one hit character"; pues todo aquello que en su personaje de Breaking Bad son virtudes, plenamente justificadas por situaciones que desbordan a un vulnerable white trash drogadicto: La angustia contenida; la mirada vacía, la desconfianza que siente ante cualquiera que no se encuentre en su círculo de Íntimos del Google+; son, en Need For Speed, poses penosas que lindan con lo ridículo (Particularmente, el diálogo que mantiene su Robin con la rubia cliché de toda la vida que resulta no ser tan hueca como debiera ser, en virtud a su blonda cabellera; sino, una eximia conocedora de mecánica automotriz, en el que ella recalca continua y burdamente la "rudeza" y el "silencio" del personaje de Paul: "Eres misterioso como Dom Toretto, pero con los ojos azules de Brian O'Conner y The Fast and the Furious no nos llega ni a los talones", parece decir). 

Incluso cuando los guionistas (con graves lesiones cerebrales, por culpa de la menanfetamina azul distribuida a discreción por Jesse Pinkman, me imagino) se sacan de la manga la predecible y artificiosa muerte de su Robin (¿Cómo alguien va a creer que el malo muy malo va a entregar al Chispita de su némesis un automóvil de seis millones de dólares para que participe en la consabida "carrera del honor" contra aquel, en calidad de "pain in the ass"?), la actitud del personaje central (¡No me pidan que recuerde su nombre, por favor!) prácticamente no cambia pues ya era el "galán torturado" desde mucho antes.

Los personajes secundarios son caricaturas destinadas a hacer reír a un público objetivo cuya edad no llegue a las dos cifras y con un parecido excepcional a Los Magníficos de Hannibal Smith, a quienes recuerdan también por su despliegue ilimitado de recursos (Sorprendente, sobre todo, al considerar que el origen de todos los males se halla en que son incapaces de pagar las cuotas de la hipoteca de un miserable y pueblerino taller mecánico).

El romance, infaltable en una película contemporánea, es aún más artificial, si cabe. El cliché de los opuestos que se odian y luego de varias aventuras terminan enamorados es el peor llevado en años ¡Y estamos hablando de Hollywood, la Meca de las comedias románticas!  

La carrera De León es risible: Una competencia secreta organizada por un millonario excéntrico, que te brinda más prestigio que el que pueda tener Sebatian Vettel en la Fórmula 1, resulta ser una vulgar carrera ilegal, sin la más mínima logística, en una carretera comarcal californiana; rápidamente desbaratada por la policía (La que, por otro lado, brilla por su inefectividad absoluta, en el resto de la cinta. ¿Alguno de ustedes ha tratado de pasearse desnudo por un edificio de oficinas en Estados Unidos? ¿Es que los guionistas no han visto Cops? Oh, ¡Es cierto que se encontraban hasta las narices de metanfetamina azul!)

En definitiva, no podemos considerar que Need for Speed sea la peor cinta del año. Sería muy injusto no reconocer que se ha ganado un lugar en el Olimpo de la Imbecilidad de Todos los Tiempos, al lado de grandes bodrios universales como La Mala Educación de Almodovar.

jueves, 20 de marzo de 2014

Los Juegos del Hambre: Viaje al mundo del Sinzajo

 Es por todos sabido, que la calidad de las artes populares, como el cine de Hollywood o la literatura de aeropuerto, se ha visto restringida a la utilización repetitiva de historias del tipo: Chico conoce chica. Se aman instantáneamente. Su amor es imposible porque él es un vampiro. Chica conoce otro chico. Es un hombre lobo. Triángulo amoroso. Inmortales que sufren como quinceañera sin fiesta en telenovela mexicana. Algunos malos muy malos por allí, para justificar las trilogías. Muerte de los villanos. Triunfo del amor. 

La guerra por acceder a una cuota de mercado hace casi imposible que te desvíes de esa fórmula, haciendo que nos sintamos en un permanente dejà vu cada vez que vamos al cine u hojeamos un libro de bolsillo. Sin embargo, en contadas ocasiones, algunos autores se aprovechan de la manida fórmula para ir más allá del cuento rosa y denunciar situaciones que para un lector de Arthur Koestler pueden ser, quizás, evidentes; pero para el gran público, acostumbrado a considerar las comedias románticas de Jennifer Aniston como grandes clásicos contemporáneos, son conceptos absolutamente revolucionarios (y si en el camino, te forras de millones, aún mejor).  

Eso es justamente lo que sucede con Los Juegos del Hambre (Los libros, no las películas. Que desde "El Caballero de la Noche", Hollywood es un poco más consciente del subtexto de las películas destinadas a la masa. Salvo en las infantiles, que allí se cuelan joyas contestatarias como "Lluvia de Hamburguesas 2"). 

La trilogía (¡tenía que ser!) de Suzanne Collins, es una historia de aventuras futurista al uso, con protagonista tontorrona que no sabe lo irresistible que es, a pesar de los dos galanes que se la disputan (¿Conocido, no?), y que, luego de inmensos sufrimientos triunfa sobre el poder del malo muy malo que mata de hambre a sus súbditos. Sin embargo, lo que podría ser la versión Disney de Battle Royale no se queda solo en eso. Ya asegurando un público cautivo de adolescentes calenturientas que quieren ser como Katniss Everdeen, la autora se permite mostrar (Apoyándose en la historia de Teseo y el laberinto)  la importancia desmedida que tienen los medios de comunicación en la sociedad actual. La capacidad que tienen para manipular la opinión pública y trivializar hechos atroces al convertirlos en espectáculo. De crear ídolos de barro, en base a la fotogenia y el vestuario adecuados (Como la mítica foto de Korda, del Che Guevara mirando al infinito), de la facilidad de una plebe embrutecida para adoptar tales ídolos como símbolos y de la capacidad de los verdaderos líderes (de cualquier bando) para aprovecharse de dicha figura. La imagen del Che fue utilizada para sostener gran parte del éxito de la Revolución Cubana, por mucho que Fidel lo despreciara; así como la presidenta Coin utiliza al Sinzajo como símbolo de su propio acceso al poder (como elemento decorativo sin ninguna función trascendente en la rebelión que, supuestamente, lidera) sin que le tiemble el pulso a la hora de ordenar su muerte o destruirla emocionalmente, ante el fracaso de la primera orden.

miércoles, 12 de marzo de 2014

House of Cards: No es televisión ...Es Netflix

Es innegable que Breaking Bad ha sido la mejor serie del nuevo milenio y, porqué no decirlo, probablemente de la historia. La forma en que se nos cuenta la transformación de Walter White en Heisenberg es impresionante; y, la radiografía de la adicción al poder, es brillante. Muchos llegamos a pensar que habíamos hallado al personaje amoral definitivo, hasta que llegó Frank Underwood y nos hizo entender que a su lado, el personaje de Bryan Cranston es un ejemplo de empatía y respeto al prójimo.

Hace poco hablábamos del éxito de las nuevas industrias que, verdaderamente, se han preocupado de crear un modelo de negocios, que sepa explotar las ventajas de la Internet y no, solo, se queje de las vulnerabilidades que aquella ofrece. Mencionamos a Spotify: pero, también a Netflix, que, a diferencia de la primera, hace streaming de video y de gratuito no tiene nada. Sin embargo, por una cuota mensual relativamente módica permite ver una amplia cantidad de películas, series y documentales, casi al instante y con una calidad bastante aceptable, lo que ha permitido que muchos, aburridos de enlaces cortados, de películas en movie screener o de caminar algunos kilómetros para conseguir blue rays piratas, hayan optado por suscribirse al servicio. Su éxito es innegable, a tal punto, que le ha permitido incursionar en la producción original, rivalizando con HBO, y teniendo como carta de presentación a una impactante serie de intriga política, como es House of Cards.

House of Cards, como Breaking Bad, trata sobre la ascensión al poder de su personaje principal. Pero, a diferencia de Walter, que llega a dicha carrera de manera involuntaria y una vez dentro empieza a disfrutarla (como quien se dedicó al derecho porque no tenía nada mejor que hacer en las mañanas y termina enriqueciéndose con la defensa de compañías mineras acusadas de desastres medioambientales o genocidio de poblaciones amazónicas aborígenes), Francis sabe desde muy joven que su objetivo en la vida es la acumulación de poder, no de riqueza, que eso para él es un simple añadido por lo que, desprecia de manera categórica a los buscadores de dinero. Para él la vida es una escalera y, por tanto, las mesetas no existen. Un objetivo cumplido implica iniciar el camino para alcanzar el siguiente, como se nos enseña en cualquier manual de autoayuda, pero, a diferencia de lo que te dicen tales manuales, el sabe que alcanzar sus metas requiere de una falta absoluta de escrúpulos, una completa ausencia de lealtades, una capacidad de manipulación digna del mejor Steve Jobs, y una imagen intachable de ciudadano perfecto. En todo ello, Frank es, indudablemente, el mejor. (O casi, pues no podemos minimizar al personaje de Claire).

lunes, 10 de marzo de 2014

Spotify: El Judas de las Sociedades de Autores


El advenimiento de la Internet, a pesar de la implacable lucha de los poderes fácticos para impedirlo, logró dar un duro golpe al oligopolio cultural del cine, música y literatura. De pronto, los precios insultantemente altos de los discos, películas y libros originales tuvieron que enfrentarse a la existencia de formatos con idéntica calidad pero gratuitos.

Entonces, como la búsqueda de un nuevo modelo comercial que resultara rentable estaba fuera de toda discusión, el ataque de los medios tuvo que encontrar un nuevo campo donde lanzar su napalm publicitario dejando en claro que lo hacen por nuestro bien. Es así que, de pronto, la propiedad intelectual se convirtió en el mecanismo mágico que había logrado llevar al ser humano desde las cavernas al espacio. Mucho más que la libertad. Mucho más que la igualdad. Infinitamente más que la justicia, los derechos de autor habían sido el elemento central de la evolución, lo que nos había separado de los monos y ahora... ¡Maniáticos, la habéis destruido! (Nótese el plagio descarado a la frase final del Planeta de los Simios). Pero la campaña contra la piratería (llegándose a equipararla con los más execrables crímenes), tuvo un éxito muy reducido porque, aceptémoslo: Seremos bastante manipulables, pero son muy pocos los que creen que le estamos sacando el pan de la boca a Joss Whedon por ver Los Vengadores en Series Pepito o que el pobre Justin Bieber se va a quedar sin dinero para coca y putas si las adolescentes se bajan su último disco por torrent y no compran la Special Edition con la mitad del sueldo que gana papá mensualmente.

Entonces, se tuvo que optar por echar mano al brazo duro del poder: La ley. A partir de allí, la legislación en materia de propiedad intelectual se fue endureciendo tremendamente, lo que no viene al caso analizar en este momento; pero, basta con señalar que joyas legales como la ley SOPA o la ley Sinde han sentado las bases de una libertad staliniana en materia cultural. ¡Hemos llegado a un punto en que así compre mis contenidos legalmente, soy un criminal si oso prestarselos a otra persona!

Las víctimas de esa policía intelectual han sido varias (siempre en favor de los usuarios, por supuesto): Napster, Megaupload, Series Yonkis o The Pirate Bay, entre otras. El primer caso, fue trascendental para que la industria de medios pasara de sentirse amenazada por las nuevas tecnologías a envalentonarse con el cóctel macabro de Internet, legislación represiva y publicidad manipuladora (solicito vuestro perdón por el oximorón), al punto de pensar que a partir de ese momento, seguirían vendiendo los mismos contenidos, pero sin tener que realizar ese molesto gasto que es el soporte físico y que, en adelante, el sueño más antiguo de todo comerciante: La venta de humo, estaba a la vuelta de la esquina.

Es así que se inventó el DRM, para no dejarnos siquiera compartir con nuestros amigos y familiares más cercanos tales contenidos, y las tiendas virtuales abrieron sus puertas (virtuales) para esperar la lluvia, o mejor dicho, la tempestad de dinero. Nuestro gran visionario Steve Jobs, se unió a la fiesta y, haciendo gala de sus poderes sobrehumanos, se dio cuenta de que aún podía engañarse un poco más al alma humana, tocándola en su fibra más sensible (y estúpida); es decir: El ego. Nos metió por los ojos el Aipod, abrió el ATunes y nos vendió, ya no un disco completo, como se estilaba, sino canciones individuales a precios ridículamente altos, porque la estupidez y el hiperconsumo es cool.

Naturalmente Jobs si se hizo rico, pero como el Steve es único y trino, los demás mortales vieron con pasmo que los usuarios seguían compartiendo y la industria seguía muriendo. Varias leyes más tarde y un buen puñado de tecnologías clausuradas (como burdeles ilícitos) después, las cosas no han cambiado mucho y los piratas genocidas siguen colgando y descargando impíamente.

Sin embargo, algunos aceptaron que el modelo comercial tradicional del entretenimiento estaba muerto (y mantenido con respiración artificial) y decidieron crear uno nuevo, que aprovechara, efectivamente, las nuevas reglas de juego ¡Y hasta se les ocurrió pensar en qué era lo que  los usuarios esperaban para pagar por lo que podrían conseguir gratis! Así nacieron varios servicios, entre los más importantes: Spotify y Netflix. Es del primero de ellos que hablaremos ahora, luego de esta brevísima introducción.

Spotify es un servicio de streaming de música.  Por medio de ese programa podemos escuchar música de manera gratuita como si fuera una radio online, pero a diferencia de aquellas, la calidad de audio en Spotify es más alta y no sólo puedes escoger los géneros musicales, sino también el artista, las canciones (en PCs y tablets más no en smartphones), los álbumes,crear listas de reproducción o escuchar las de terceros; así como seguir a otros usuarios y compartir tus propias selecciones a través de redes sociales. Por si fuera poco, brinda un servicio que considero trascendental: La opción de descubrir nueva música en base a tus preferencias anteriorer. Por ejemplo, si escuchaste a Bob Dylan, la próxima vez que ingreses, te sugerirá oir a Johnny Cash o a los Traveling Wilburys y, de esa manera, cumple con una función de educación cultural que antes de la Internet correspondía "Al amigo mayor que fuma y hace novillos a la escuela" y que, en estos tiempos de hiperinformación, es una guía que se agradece para no condenarte a escuchar una y otra vez la misma música de tu adolescencia, resignarte a los hits de moda o perderte en los recovecos de la música basofia, en tu propia, y ardua, tarea de búsqueda en la red. Y lo mejor de todo es que este servicio es gratuito. 

Pero no vayan a pensar que estamos hablando de un grupo de yonkies multimillonarios con ínfulas de mecenas de las artes. Vivimos en un mundo mercantilista y si alguien nos ofrece algo, no nos lo va a dar a manos abiertas. Es por eso que servicios como escuchar canciones individualmente o en modo offline, además de una calidad de audio mayor y ad-free, solo están disponibles en el modelo de pago. Por otro lado, esas limitaciones son razonables y nos permiten disfrutar de Spotify sin molestas restricciones de tiempo, de catálogo o angustiosos períodos de prueba  (Como sucede en otros servicios similares como Deezer). Por otro lado, la suscripción Premium no es mayor al gasto que te implicaría comprar un CD mensualmente, lo que es un trato bastante conveniente. Sin mencionar que el pago de derechos se realiza directamente con las empresas discográficas; por lo que, las dudosas instituciones de gestión y protección de autores no reciben un centavo. 

En la actualidad, Spotify tiene más de 20 millones de suscriptores y cerca de 5 millones, lo son de pago; por lo que, no parece que sea un mal negocio, al menos hasta el momento, o hasta que los medios tradicionales encuentren la forma de declararlo ilegal. De cualquier manera, Spotify es una gran ejemplo de como aún es posible hacer negocios con un mínimo de respeto a tus clientes, ya sean efectivos o potenciales.

martes, 4 de marzo de 2014

El Lobo de Wall Street: Suave como una brisa de verano

Los niños, ilusamente, suelen ver a la adultez como una etapa mágica y sueñan con el momento de entrar en ella convertidos en bomberos, policias, médicos, jugadores de tenis, estrellas de rock o princesas; podremos encontrar algunos científicos y, quizás, un arquitecto, que no por nada vivimos en un mundo de burbujas inmobiliarias (Si hallamos a alguien que sueñe con ser abogado, es que debe tener el 666 en la frente como marca de nacimiento y haber sido amamantado con sangre de cachorros desde su más tierna infancia).

Para ellos, el futuro equivale a libertad, independencia, aventura; y, no a la monotonía de un trabajo de oficina que te mantenga sentado frente a una computadora desde que sale el sol hasta que cae la noche, realizando el mismo trabajo repetitivo año tras año, y esperando el fin de semana para emborracharte y comprar un nuevo gadget en el Mall para sentir que vas progresando (que probablemente te sientas como culo de estreñido pero en las brumas del licor y la admiración hipócrita de tus amigos ante tu carro nuevo reafirmas la convicción de que vas por el camino correcto y que ya tendrás tiempo de disfrutar de la vida, que ésta empieza, recién, a los setenta).

Es por eso que si le preguntas a un niño, éste jamás te contestará: "Yo de grande quiero ser burócrata"; pero por lo menos 7 de cada 10 astronautas potenciales terminarán dedicándose al apasionante oficio de los trámites, ya sea en el campo público o privado.

Sin embargo, hay un grupo de personas, que muy pronto dejan de lado cualquier inquietud filosófica judeo cristiana y descubren que este valle de lágrimas tiene menos lágrimas (y es más cercana a esa fantasía infantil) cuando la vives en tu propio yate en el Mediterráneo y la condimentas con drogas y sexo a mansalva. Es así que, en lugar de preguntarse cosas como: ¿Dónde vamos? ¿Qué hacemos aquí? se cuestionan cuántos millones podrán ganar hoy. Claro que para alcanzar tal nivel de comodidad, no basta con el duro trabajo de sol a sol, que eso solo te alcanza para no retrasarte con la hipoteca y para vivir una gris y mediocre vida matizada, apenas, con el hastío, las enfermedades y el envejecimiento.

Ellos pertenecen a un nivel diferente. Ellos no piensan juntar ahorros durante veinte años para darse "un gustito". Tienen que conseguirlo todo, absolutamente todo, y mientras más rápido mejor, que el tiempo no está para desperdiciarlo. Por eso, tales personajes suelen tener elementos comunes, claramente identificables como: Una enorme fuerza de voluntad, unos estándares de moralidad bastante laxos, un magnetismo gigantesco y, claro, una gran idea o, al menos, un gran talento y saber como utilizarlo para asestar el golpe preciso en el momento perfecto. Si, además, no te tiembla la mano a la hora de traicionar a tus supuestos amigos y de explotar niños al otro lado del mundo, puedes convertirte en un visionario santificado, como Steve Jobs.  

Justamente Jordan Belfort, el lobo de la película, era uno de ellos: Un aspirante a dentista que cuando descubre que las bocas de los demás no lo harán millonario decide convertirse en broker de Wall Street, con tan mala suerte, que inicia su trabajo el Lunes Negro (19 de octubre de 1987), dia nefasto para las bolsas de valores del mundo, lo que ocasionó la quiebra de su empresa; situación que le obliga a replantearse el futuro y, en lugar de rendirse y convertirse en otro white trash sustentador del american dream ajeno, decide tomar al toro por las astas y utilizar las falencias del mercado bursátil en beneficio propio hasta evoluciona de ser, originalmente, un birlador de ahorros de jubilados y amas de casa esperanzados en el sueño del millón propio, hasta convertirse en el presidente de Stratton Oakmont, empresa con más de mil trabajadores especializados en birlar los ahorros de grandes inversionistas, con tan buenos resultados, que en un par de años gran parte de dichos trabajadores se convierten en millonarios. Porque, eso sí, a pesar de que la crítica señale a Jordan como un egoísta manipulador interesado en su beneficio personal, la película lo muestra como un hombre preocupado en el bienestar de su entorno cercano, haciendo lo indecible por su satisfacción (La escena en que la alta dirección de la empresa decide la contratación de un enano para jugar tiro al blanco, con una seriedad que esperaríamos en una comisión multinacional que decidiría el destino de Ucrania, es por demás paradigmática).