martes, 29 de noviembre de 2016

Vahal Morgulis, Fidel


Todos los hombres mueren. En eso somos idénticos a un koala, al escherichia coli y al pino americano. Somos seres vivos y nuestra única función como tales es mantener nuestra carga genética en el mercado cromosomático. Sin embargo hay algo que nos distingue de una bacteria, un hongo y de cualquiera de nuestros parientes primates: La consciencia de nuestra mortalidad.
Todos los hombres mueren y esa es la única verdad, la terrible verdad, a la que tenemos que enfrentarnos todos los días. Pero el hombre, tercamente, se niega a aceptar la insignificancia de su destino y ha luchado, desde el origen mismo de nuestra especie, por alcanzar la trascendencia. Es por eso que, insistentemente, ha creado dioses, sentimientos, sociedades, viajes espaciales, rascacielos y iphones con el fin de alejarse de esa verdad ineludible.
Sin embargo, cada cierto tiempo aparecen individuos con la fuerza, el coraje, el talento, la inteligencia, la personalidad para trascender por si mismos; con la capacidad suficiente de girar un poquito el curso de la historia y, aunque dicho giro no llegue a ser tan fuerte como para virar permanentemente el rumbo del hombre, sus vidas llegan a darles la inmortalidad, al menos histórica, que el resto de mortales jamás podremos obtener.
Es por eso que es insensato decir que todos somos iguales porque no todas las vidas son igual de importantes. No es lo mismo ser Juan Nadie, trabajador dependiente que ha llenado los mismos formularios cuarenta años y que aprovecha las vacaciones para dejar impecable el auto nuevo, que el abogado indio conocido como el Mahatma, que liberó una nación a punta de una bestial no violencia. En cambio, el bueno de Juan habrá podido ser un padre, esposo y trabajador modelo pero a su muerte le queda tan bien el dicho de “polvo eres y en polvo te conviertes”, que no dudaría en ponerlo en su epitafio (y en el del 99,999999999999999999999999 de personas que mueren por año).
El siglo XX fue, con diferencia, aquel que ofreció la mayor cantidad de seres inmortales (mejor dicho, inmortalizados). Desde monstruos desalmados como Hitler o Stalin (Que la trascendencia no implica moralidad alguna) hasta músicos cuya influencia universal fue más contundente que la de una guerra, como los Beatles. Es bueno referirse a los cuatro de Liverpool, porque así como ellos son la mayor representación de la época más musical, con la explosión de géneros antes impensados y su masificación, que permitió reducir distancias en el disfrute cultural, entre ricos y pobres, también fue una época en que el mundo empezaba a despertar a la injusticia, empezaba a dudar de sistemas abusivos que permitían a personas y países acumular inmensas riquezas a costa de otras personas y países. Era como un fuego que se extendía por el mundo (Apagado ya, con el agua helada del consumismo) y tuvo como máximos representantes a esos Beatles caribeños que fueron los hermanos Castro, acompañados de Ernesto Guevara y Camilo Cienfuegos. Y aunque el rostro mundialmente visible de la Revolución Cubana, como Paul Mc Cartney, es el Che, el verdadero artífice, la principal voz fue Fidel.
Todos los hombres mueren y si bien es ocioso debatir sobre si Castro fue muy bueno o muy malo (aunque es a lo que se dedica la gente luego de su muerte, por esa tendencia absurda de simplificarlo todo de acuerdo a los parámetros político morales del opinante). Ya sabemos: Si eres de izquierda, Fidel fue un Dios en la Tierra; si eres de derecha, el mas grande y vil de los monstruos que hayan existido. Lo que nadie puede negar, a riesgo de demostrar una mezquindad absoluta, es la enorme magnitud de su hazaña. No solo enfrentar a un dictador fuertemente apoyado por los poderes económicos estadounidenses (Que eso lo han hecho muchos), además triunfar (Que lo han hecho pocos); y, sobre todo, crear un sistema político económico completamente contrapuesto al capitalismo de su gigantesco y molesto vecino y haberlo hecho dudar más de cuarenta años (Que solo lo ha hecho él). 
Naturalmente, no hay moral que no se resienta durante tantos años en el poder y, seguramente, buena parte de las historias de corrupción, abuso y enriquecimiento son reales (Es curioso como a Steve Jobs si se le perdona su carácter psicótico abusivo y controlador, por “tanto que le ha dado a la humanidad” cuando lo único que buscaba era enriquecerse) pero también es innegable que dentro de las inmensas limitaciones de una isla casi sin recursos energéticos y que, además, sufre un largo embargo comercial por parte de la principal potencia del mundo, haya logrado construir un país sin muertes por hambre, con educación y salud universal y, aunque tremendamente limitadas todas ellas, son mucho, muchísimo más de lo que podemos presumir todos los demás latinoamericanos. Puede parecerte poco a ti, que hablas de libertad de expresión sin nada que decir más que “Thank god it’s friday” y que hablas de “los pobres cubanitos” porque tomaste unas vacaciones en Varadero. Pero, ¿Crees que opinen como tú los niños que mueren cada año por el friaje o porque no tienen un centavo para alimentarse?
El sistema ideado por Fidel no es perfecto, es más, tiene muchos errores y, a la larga, se hará inviable y la isla sera fagocitada por el brillante encanto del libre mercado (Con lo que las élites cubanas de Miami se harán dueñas del país y los cubanos de ahora se convertirán en la mano de obra barata que es el cemento en el que se construyen “las oportunidades”; pero la importancia de Fidel yendo contra la corriente pero con el pragmatismo de intentar cambiar, no el mundo, sino su propio Estado y haberlo logrado, si bien es cierto, con éxito relativo, lo hacen un personaje que, difícilmente, será olvidado, y eso está muy por encima de demonizaciones a lo Aldo Mariategui o divinizaciones a lo Goyo Santos, igual de ridículas en sus extremismos.